Ayer recibí una invitación irresistible: Marina K. me pidió que la acompañara a unas galerías del Once para comprarse un celular usado porque el día anterior le habían robado el suyo y necesitaba rápido tener uno. Mi función estaba muy clara: regatear el precio en el momento indicado
Nos sumergimos en el, hasta entonces, desconocido mundo de las galerías de celulares del Once. Según le habían dicho, la onda era bastante informal y se podía pelear el precio. Primero entramos a algunos locales, pero no tuvimos mucha suerte. Cuando nos quedamos dudando por ahí parados, se nos acercaron algunos vendedores a ofrecernos distintos modelos. A ella le daba cierta culpa comprar un 'usado' porque sospechaba que era un eufemismo de 'robado'
Luego de recorrer la galería entera, nos decidimos por un local, en el que estaba el modelo que quería ella y que era el mismo que le habían choreado. El teléfono estaba bastante baqueteado y la tapita se le salía casi con mirarla. Ese detalle la llevó a tentarse con el modelo de al lado, que era un poco peor, pero al menos era nuevo y no le quedaba la sensación de estar comprando algo que le habían afanado a alguien
Le pedían $250 por el nuevo y ese era exactamente lo máximo que me contó que quería gastar. Cuando se empezó a hablar del precio, sentí que era hora de entrar en escena. Hice algún chiste tonto, comenté que era fin de mes, que todavía no habíamos cobrado y que le ofrecíamos $220. La vendedora (y su pareja, que apareció repentinamente) nos explicó que iba a comisión y que lo máximo que podía bajarnos era diez pesos. Pese a que el teléfono no era para mi, me hice cargo de la causa y peleé el precio un rato más, aunque sin éxito. Finalmente, Marina pagó $240 y se fue contenta por tener un teléfono nuevo y no uno con manchas de sangre. Yo confieso que no me fui tan conforme con mi performance, pero desde el primer minuto supe que era una misión dificilísima
sábado, junio 28, 2008
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