jueves, abril 23, 2015

miércoles, abril 22, 2015

Marianito

Camino a la plaza me colgué mirando una mudanza que, por el despliegue sobre la calle, era bastante grande. O, al menos, era de alguien con guita, porque había un par de empleados con guantes y uniforme, uno que anotaba todo en una carpeta, un chofer. A cargo de la movida estaba un flaco de pólar al que creí conocer pero me fue imposible adivinar quién era. ¿Un mongui ex alumno? Por el pólar, lo pensé. Pero no se lo veía muy ex alumno. ¿Un marketinero al que entrevisté una vez en enfrente de esa plaza? No me sonaba. Me lo quedé pensando hasta que me rendí y me dediqué a mi rol de padre en arenero

Al lado de la puerta había una pecera con tapa que decía ser una biblioteca ambulante. Corrí la tapa a ver qué había: tres libros en inglés medio castigados. Abrí la puerta para entrar a la plaza y no había nadie, ni rastros de que alguien hubiera jugado ahí. La arena estaba rastrillada y todavía ninguna huella había intervenido en la obra del empleado que habrá abierto el candado de la diversión. El tobogán acaparó nuestra intención. Estuvimos subiendo por la tabla y bajando por la escalera. ¿Para qué hacerlo como lo hace todo el mundo? Igual no había nadie que esperara su turno. Al rato apareció una señora con un nene. Este es el tipo de charla que disfruto y me falta en Berlin. "Cómo habla el tuyo. Éste no dice nada. Todos le hablamos para que él copie pero hasta ahora nada. Dos años tiene. Marianito, no comas arena. ¿El suyo cómo se llama?", me preguntó. "Mariano, también", mentí de aburrido. "Los Marianitos", dijo. Trabajaba con el patrón desde que él tenía 18 años, no podía creer que ahora fuera padre. A Marianito lo bañaba cuando volvían de la plaza, almuerzo y al jardín. A ella la tenían en blanco y tenía vacaciones. En la plaza las otras chicas siempre se quejan de los patrones pero ella no tenía nada malo que decir. Tampoco Marianito, pensé, pero no lo dije. La onda se fue diluyendo entre que nosotros nos teníamos que ir y Marianito no terminaba de largarse a jugar y quedaba medio enroscado entre las piernas de la señora. Zulma, dijo que se llamaba

En el camino de vuelta la mudanza no había terminado. El flaco que creía conocer se me acercó y me saludó. "Y este cómo creció, ya camina". No tenía la menor idea de quién era. Supuse que nos habíamos visto hace poco, pensé, porque mi pibe tiene un año nomás. No la careteé y le pregunté quién era. "Cristian, del consulado en Frankfurt". Ah, claro, me acordé, era el cónsul, pero sin el traje y la corbata y sin la mujer al lado era mucho más difícil de reconocer. Me pidió que le recordara el nombre del pibe. Marianito. No, mentira, lo pensé, pero respeté su investidura consular