La primera vez que fui a Miramar tenía 6 años y eran las vacaciones entre primer grado y segundo. Mis viejos no tenían muchas ganas de ir, pero con mi hermana los convencimos porque muchos amigos nuestros de la primaria veraneaban ahí. La suerte no estuvo precisamente de mi lado y a los pocos días me agarré paperas. La familia, unita, tomó una decisión solidaria: nos volvemos todos a casa y regresamos a Miramar en Febrero. Con el auto ya cargado y a punto de salir (o al menos eso me acuerdo, a la distancia me suena medio inverosímil), mis viejos se cruzaron con un amigo de ellos que era médico, que me revisó y les dijo que no hacía falta que volviéramos, así que nos quedamos unos días más
Me acuerdo que me asomaba al balcón a la mañana y al atardecer y veía a la gente yendo y viniendo de la playa. Durante esos días de encierro aprendí a jugar al truco. Al principio, jugaba con un machete que me recordaba el valor de las cartas y lo espiaba cada vez que lo necesitaba
Recién volví a Miramar a los 12, en las vacaciones que vinieron después de terminar la primaria. Por entonces, la gracia era decirle Miramoishe, porque la gran mayoría de los veraneantes eran judíos. Creo que me quedé unos días en la casa de mi amigo Sebi y nuestra mayor diversión era tomar helado, ir a los fichines y al Samba. El sexo opuesto todavía no despertaba tanto interés como una fichita al World Cup o al Double Dragon. También jugamos bastante a los autitos chocadores
El fin de semana pasado volví a Miramar. Nada me sonó familiar, no reconocí ni un edificio, ni un negocio, sentía que estaba ahí por primera vez. Una ciudad balnearia en invierno tiene un misterio que me encanta. Pareciera que esos edificios horribles, vecinos del mar, están vacíos, esperando que lleguen los familiones, pero para eso falta mucho. De mientras, son ciudades fantasmas, con casi todos los negocios cerrados o en refacción, con playas vacías y fichines con la mitad de los juegos enchufados
martes, junio 10, 2008
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