El pueblo quedaba a un kilómetro, aproximadamente, de la casa. Cuando digo 'pueblo' me refiero, básicamente, a la plaza y a los pocos negocios que tenía alrededor: dos supermercados (bastante bien provistos), un locutorio, una ferretería, dos kioscos (algo escuálidos), una heladería (con demasiados gustos tachados), un restorán (uno) y no mucho más. Cuando no sabía muy bien lo que hacer o me aburría un poco, me iba hacia al pueblo sin una excusa demasiado exacta: comprar algo, llamar por teléfono o, simplemente, sentarme en la plaza a leer, en lugar de hacerlo en la hamaca paraguaya que tenía en la casa o en el arroyo (por cierto, ese fue mi deporte favorito del verano: leer en el arroyo)
Una mañana me fui hacia el pueblo con alguna de esas misiones en la cabeza. Durante el camino, como fue habitual, hice dedo porque caminar un kilómetro puede ser muy saludable, pero también cansador. Me levantó Juana, que tenía una casa de té muy linda y a quien le compré unas colaciones que vengo comiendo muy de a poco. Su marido me había levantado unos días antes y había dicho que el pueblo se había llenado de 'burgueses recalcitrantes'. Charlamos poco con Juana, pero alcancé a comentarle que me habían dicho que sus colaciones eran las mejores del pueblo. 'Son las únicas', confesó, intentando quitarse mérito. El auto, cabe señalarlo, estaba prolijamente sucio. Las botellas de aguas vacías y los papeles desparramados en el suelo parecían estar desde antes de que esos burgueses recalcitrantes hubiesen hecho sus primeros ahorros
Juana me dejó en la plaza y yo encaré hacia 'Lo de Licho', uno de los supermercados. No quería comprar nada, pero era el único lugar en el que se podían pispear los diarios y las revistas. Algo que me gustó mucho fue que una vez el diario llegó un día después. Además, hasta ese pueblo llega una de las revistas en las que escribo. Ver esa revista en ese pueblito cordobés me causó harta emoción, debo confesar. Sigo con el relato y me sigo yendo por las ramas, porque de eso se trata este relato. Después de mirar las tapas de las revistas de chimentos, me fui a la plaza a leer un rato
Mientras leía, un ruidito no dejaba de acosarme. Era el rumor que llegaba desde el bar de enfrente, que también podía entrar en la categoría 'pulpería', pues era el único lugar en el que los turistas no entraban, sino que era exclusividad de los lugareños. Como es sabido, no entiendo de límites y hacia allí encaré, a tomarme una cerveza. Me pusieron una mesita, me dieron una silla y me trajeron una cerveza Córdoba, que, tal como me había adelantado un amigo, era bastante fea
Intenté seguir leyendo, pero me dispersé escuchando las conversaciones ajenas. Primero, intenté escuchar de qué se reían los parroquianos, pero desistí bastante pronto: hablaban cordobés para avanzados, así que pasé a escuchar la conversación de una pareja de cincuentones, que estaban en la mesa del al lado. En realidad, llamarla 'conversación' es un error: era un monólogo del tipo, que se mandaba la parte todo el tiempo. Mi ojo clínico aseguró que esa pareja estaba formada hacía muy poco, que ella era lo suficientemente insegura como para soportarlo y que él podía estar hablando de sí mismo durante días o hasta que hiciera llover
Me volví a dispersar y justo cuando estaba reflexionando sobre esa vieja estrategia marketinera de ponerle a las cervezas locales el nombre de la provincia (Salta, Santa Fé, Córdoba), en la plaza frenó un micro. Con una bolsa en cada mano y cara de bastante apuro, un hombre corrió el micro a toda velocidad, que no era demasiad. Los parroquianos se alborotaron con la aparición del transporte: uno de ellos debía irse, pero se lo veía demasiado tranquilo acodado en la barra. Los amigos le gritaban que se apurara, pero él hacía como si nada, seguía con el vaso en la mano. Los pasajeros siguieron subiendo lentamente, al tipo de las bolsas ya se lo veía más relajado y a este buen hombre parecía que no lo movían más del bar. Recién accedió a irse cuando se lo ordenó el dueño del bar. Se ve que ya estaba demasiado acostumbrado a las voces de sus amigos, a quienes no les prestaba demasiado atención. Pero la voz del cantinero fue la voz de la autoridad, así que enfiló bien calladito hacia el micro
Me terminé la cerveza, pagué 3 pesos y enfilé hacia casa. En el camino (cuesta arriba) volví a hacer dedo. Frenó un auto de vidrios polarizados. Cuando entré, me encontré con que en los asientos de adelante estaba la pareja que recién había conocido en el bar. En el asiento de atrás, con un bidón de cinco litros apoyado en las piernas, apareció un viejo que no estaba antes. Durante todo el viaje me contó una anécdota que no puedo recordar pero, les juro, no era muy interesante. Cuando el conductor quiso prender el estéreo, se encontró con que el volumen estaba muy alto y todos nos asustamos. El, rápido, le echó la culpa a la mujer, que volvió a guardar silencio
Me bajé donde me tenía que bajar, les agradecí, rogué no cruzármelos más en la vida y me quedé pensando en ese bidón. Hacía mucho que no veía uno así
jueves, febrero 15, 2007
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