lunes, marzo 27, 2006

El que a hierro mata

Anteriormente, en Bien Ahí ya hablamos acerca de los distintos comportamientos que pueden surgir en el cine, un lugar que le despierta el costado más irritable a mucha gente. La impunidad que otorga su oscuridad algunos la utilizan para comer pochoclo a todo volumen, mientras otros también se aprovechan de que no se ve nada para hacerse los guapos e intentar callar al molesto con modales algo patoteros (una palabra muy 80's, por cierto)

Todos aquellos que sentimos un mínimo de respeto por el prójimo, procuramos mantener el mayor de los silencios durante la película y nos sentimos muy agredidos cuando el resto no se maneja de ese modo. Dejando de lado a los parlanchines para otra ocasión, hoy quiero apuntar directamente a aquellos que comen sin parar, durante toda la función. ¿Quién no sufrió el ruidito que genera la mano en el pote de pochoclos o el desagradable olor de los nachos de un vecino?

Las medidas disciplinarias que uno va tomando son proporcionales al ruido del vecino. Primero le dirigimos una mirada directa a los ojos, como para que se dé por enterado de que lo estamos oyendo. Si eso no funciona, apelamos al chistido: 'shh', exigimos, con cara de malos (aunque nadie nos ve)

Si esa herramienta, generalmente eficaz, tampoco lo silencia, se pasa a un grado un poco más violento, que suele tener alguna consigna, o pregunta, como eje: '¿no se dan cuenta de que están en el cine?' o bien '¿no podés parar con el ruidito?'

Hace un par de semanas en Mar del Plata inauguré un nuevo sistema de castigo al que come y molesta en el cine. No se trata de quejas ni de aleccionamiento. Tampoco de insultos o de escraches. Simplemente, exijo que me paguen con la misma moneda. O sea: que me conviden aquello con lo que me están molestando

Cuento la anécdota para ser más claro aún: en la función de C.R.A.Z.Y. una viejita que estaba al lado mío se venía devorando un caramelo atrás de otro. Comió tantos, que hasta me di cuenta de que tenía de dos gustos distintos: unas pastillas de menta en un paquete (sin papel envoltorio) y otros con los que hacía mucho ruido, pero no sabía de qué sabor eran. La vieja me hinchó mucho las pelotas durante toda la peli, aunque a su vez también me despertó algo de ternura. Estaba sola, en Mar del Plata, riéndose con una película y disfrutando de sus caramelos. ¿Quién soy yo para privarla de eso a la viejita? Preferí decirle al final de la función: 'señora, ¿no me convida un caramelo? Me pareció escuchar que tenía uno'

Y la vieja no sólo me convidó, sino que hasta me oferció uno de cada gusto

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